Foto Tanci
Llegó corriendo afligida hasta la vieja higuera. Su copa
ancha y rastrera cubría más de la mitad de una de las huertas. De ramas gruesas
y otras enclenques, unas alargadas y otras más retorcidas y enmarañadas como
las redes de pesca o las cuerdas que se cruzan atadas a cualquier noray.
Eligió la rama más cercana a sus pies, y haciendo un cálculo
intuitivo de peso por su parte y de grosor por parte del gajo escogido para que
pudiera sostenerla, dio un gran salto y trepó a uno de sus tallos grises,
ligeramente arqueado pero flexible.
A modo de balancín se mecía, empeñada, con ritmo y fuerza,
pero con cierto amago de rabia y tristeza en su interior. Todo ese cúmulo de
sentimientos y emociones encontradas
invadía su cuerpo desgarbado y larguirucho, haciéndole daño a sus entrañas y también a su alma.
Sus ojos, color miel, brillantes y acuosos, la delataban;
estaba a punto de romper el llanto.
Como si la rama fuera un cálido rincón donde acurrucada
sintiera todo el calor y la protección deseada, se acunaba en ella. Aferrada y
abrazada a lo largo del tronco no dejaba de mecerse, a la vez que utilizaba su
propio peso para continuar el indómito vaivén del columpio, de arriba abajo, apenas improvisado.
Desde su mirador y abatiendo la cabeza hacia el suelo,
observaba la enorme alfombra de color
canelo y verde matizado, diseñada con hojas semisecas palmeadas y por las que
se paseaba parsimonioso un arrogante lagarto verdino. El calor lo detenía de
tramo en tramo, mientras que ella, no perdiéndole de vista, continuaba su
gimoteo.
A unos cuantos metros del huerto y en el patio de la casa, su
abuela la reclamaba a voz en grito insistiendo para que volviera a la reunión
familiar. Pero no estaba dispuesta a sentirse humillada públicamente de nuevo,
toda vez que los besos, caricias, halagos, mimos, elogios y lisonjas habían ido
a parar exclusivamente a su primo apenas cuatro años menor que ella.
Sin ser centro de atención en ese instante, quería que
aquella especial delicadeza comunicada y regalada a su pequeño primo, le
inundara también su corazón y, de paso también, le llenara su menuda e inexperta sensibilidad. Así lloró,
lloró y lloró y, para consolarse, soñó, soñó y soñó. Sintió que, tanto
esa, como muchas realidades no deseadas, formaban parte de la propia vida. Mucho
aprendizaje quedaría por delante.