martes, 29 de noviembre de 2016

El corazón de la viga




                                                                                                                                             Foto Tanci

   

Pese  a que su abuela le tenía prohibido jugar en aquel lugar, ella omitía su mandato con la connivencia de su mentora en tiempos veraniegos. Aquella gran tanqueta era el lugar propicio para agazaparse cuando jugaba al escondite con el “Moro”, perro  juguetón y cariñoso, de pelaje negro.  De ahí su nombre, aunque atemperaba su color con cuatro patas blancas, una suerte de calzas naturales. Fiel e inteligente,  era el guardián perfecto para aquella casa de labranza y de sus moradores, y compañero tolerante de los continuos, y a veces insistentes, juegos de los niños de la casa. También era el sitio perfecto para jugar a indios y cowboys y a las casitas, más a lo primero que a lo segundo, cuestión de la predilección por los juegos de acción de la niña de antaño.
Y sobre la tanqueta, la gran viga. Con 10 metros de largo, 2 metros aproximadamente de circunferencia por la parte más ancha y 1,10 metros de grosor por la parte intermedia y 2,65 metros desde el suelo hasta lo más alto. La inmensa viga de pino canario atravesaba la tanqueta, que se  llenaba de racimos de uva cada año, verano tras verano, entre finales de septiembre y  mitad del mes de octubre. La vendimia significaba la mayor fiesta ligada al trabajo en aquella casa de agricultura autosuficiente, con la que concluía el año agrario y marcaba el comienzo de las primeras siembras "de temprano". Fiesta porque el trabajo no era tan duro, porque el lagar era lugar de encuentros, de charlas, de opiniones a destajo, de esfuerzo y de colaboración y porque los niños eran bien recibidos en la labor de pisar las uvas, ya que, según decían, fortalecían sus pequeñas piernas. Esto último era para la activa niña como un premio anual: ahí es nada, chapotear con permiso en un amasijo de líquido y bagazos que terminaban pegándose a su piel. Además, y tal vez por eso, fuera de la época de vendimia, aquel lugar que cumplía el cometido de pisado, y posteriormente el prensado de la uva, era el escondrijo perfecto al que siempre acudía para sus juegos infantiles.
La abuela siempre decía que esa gran viga fue traída por una yunta de vacas desde la parte alta del municipio en donde abundan pinos, brezos y codesos y acarreada a través de caminos polvorientos de tierra y piedras. Tal vez el mayor temor de la abuela era que, y  Dios no lo quisiera, esa enorme viga terminara cediendo sobre los juegos de sus nietos y, con sus juegos, sobre ellos.
La desmesurada viga estaba protegida por varios aros metálicos, de los mismos que se usaban en las barricas para unir las duelas con firmeza y al mismo tiempo mantenerlas ajustadas y bien juntas.  Era la manera de que la madera de esa viga no fuera rajándose  y cediendo con el tiempo. Por si fuera poco, la viga era sostenida por el husillo, que era un gigantesco tornillo de madera, cuya rosca había sido realizada a mano por un hábil carpintero a base de trabajar la madera con azuela y berbiquí. El husillo estaba hecho de otro tipo de madera mucho más fuerte que la de pino, tal vez la de barbusano o de morera, y se unía a la gran viga por un eje de hierro para que de esta forma se elevara haciendo palanca y mover el contrapeso: una enorme piedra de aproximadamente unos mil kilos que soportaría el peso para  el prensado de la uva.
Ese, pues, fue el lugar favorito de juegos de la niña. El vetusto lagar, a cuyos noventa años habría que sumar los más de cien que, dada su envergadura, hubo de tener el árbol del que procedía la viga. Ella hoy, como la niña que fue, sigue imaginando aquel gran árbol, el mayor de la zona, antes de ser talado, enhiesto, firme, fuerte y sin doblegarse; vivo, cargado de inmensas y largas ramas de color verde oscuro donde anidaron cernícalos y pinzones y algún que otro cuervo. Un árbol que, no habiendo podido ser abatido ni por temporales, ni lluvia ni vientos, sucumbió, elegido paradójicamente por su fortaleza, a la mano del hombre, que acometió el corte para afrontar una necesaria innovación en el trabajo agrícola: construir el primer lagar de husillo en aquellos parajes, en una recreación hecha realidad de una de las leyes de la física. Y la viga formó parte importante de esa construcción industrial pionera, hoy una bella pieza  de arqueología industrial.
Ella sigue creyendo, como aquella niña, que la descomunal viga tiene un corazón muy grande, que se acelera cuando sostiene la pesada piedra movida por el husillo, y que latía despacito para aportar parte de su ser al sabor de los ricos y olorosos caldos que destilaban de la tanqueta. Antaño, esta niña, más que  pensar en datos o en años,  pensaba en juegos, alegría y experimentos con la propia naturaleza, y, sobre todo,  en  hacer caso a “debajo de la viga no se juega” sabiendo, por intuición, que podría ocurrir lo que siempre le había advertido su abuela.
Hoy sigue visitando ese reducto de patrimonio industrial, con el bonito recuerdo de juegos, algarabía y alegrías propias más de la infancia que de cualquier otra edad. Pero, con la edad, ha consolidado su creencia mágica de que la algarabía, las charlas de pisada de la uva, los festejos por la cosecha recibida y la fiesta de la vendimia, han quedado grabadas en el corazón de la vieja y enorme viga de pino del lagar de la casa familiar, que a su condescendencia con los niños que jugaban en su regazo y a la conciencia de formar parte de la historia de la innovación industrial, le ha sumado ser el depósito perenne de la vida de una comunidad que festejó, amó, trabajó, sufrió, rió y lloró a su lado. Por eso sigue latiendo el viejo y sabio corazón del vetusto lagar de la entrañable y antigua casa de labranza familiar.










                                                                                                                                                     Foto Tanci

miércoles, 23 de noviembre de 2016

De higos a brevas





                                                                                                                                               Foto Julieta








No hace falta que llegue el invierno para saborear unos buenos frutos secos.

Los higos pasados son esa clase de exquisitez que, de paladearlos, notamos que estamos ante un manjar simple pero muy gustoso. Pero si de manjar estamos hablando, he de reconocer que los de la  isla de El Hierro son superiores en sabor con mucha diferencia, según mi parecer.

No hace mucho tiempo llegó a mis manos un paquetito a través de correos proveniente de esta isla. Cuando quité el envoltorio exterior me apareció una pequeña cajita donde estaban apretaditos y muy bien colocados una cierta variedad de higos pasados. Fue una de las mejores sorpresas recibidas últimamente. Sin pesticidas, ni fungicidas, sin aditivos, sin herbicidas, lo que hoy se da en llamar ecológicos. Me pareció el regalo perfecto y adecuado en ese momento  para mis sentidos y para mi ánimo.

Pero en la isla del Meridiano diferencian las brevas, del árbol llamado brevera,  de las otras brevas de la higuera del tipo llamado “nogales”, y que serían los primeros higos que echaría el árbol. De estos higos hay en todas partes de la isla. Son unos higos canelitos por dentro y por fuera. Todos los demás frutos  son los higos.

D. Luis y Doña Asunción Cano Ayala, hermanos  que viven en Valverde y que tienen uno terrenitos en el Pinar y en Echedo y que todavía se dedican a apañarlos, le contaron a mi amiga y ésta a su vez me lo comunicó a mí, que entre los higos había que distinguir los llamados “cotios” y que es en Sabinosa, Betenama y también por el Mocanal donde abundan. Siendo estos unos higos de color más rosaditos por dentro y se dan sobre todo en zonas de costa.

Los higos “negros” abundan en la zona llamada Capellanía y que está cerca de Valverde, así como en zonas de costa como es La Caleta muy cercana al Aeropuerto. Son muchas personas las que tienen higueras de este tipo. Llamados así por ser su piel mucho más negra que la de los demás.

En cuanto a los “nogales” existen de este tipo  en todas partes, pero  por donde más abundan es en el Pinar donde se mezclan con los del tipo “cotios” y del tipo “blanco” también.

Por la zona de Echedo abundan los del tipo “cotios”.

Sin embargo, ¿cómo se logran unos buenos higos pasados al estilo herreño? En primer lugar se han de recoger de la higuera sus frutos cuando estos estén ya medio pasaditos y bien maduros. Viene siendo por el mes de septiembre. No es bueno que el higo esté “regañado” para ponerlo a pasar. Ha de estar enterito y en su punto. Acto seguido se tienden al sol y sobre jable, zahorra o picón. Hay que tener en cuenta que el picón, a veces, se le incrusta al higo y se le quedan pegadas esas pequeñas piedrecitas. Por ello se coloca una base de pinocho sobre el picón y a su vez éstos sobre el pinocho. Pasados los tres días de estar sobre esta base  se les va tocando amorosamente por el pezón para darles la vuelta. Se recogen en un cesto y una vez ahí dentro se les riega con agua hirviendo, para matarle el posible bicho que hubiera osado a permanecer en su interior, sólo apenas unos segundos. Después se vuelven a poner extendidos desde por la mañana al sol. Una vez calientes según se van recogiendo se van colocando en cajas o pequeños arcones a los que se les recubre el fondo  y los laterales de hojas de la propia higuera puestas por el envés, y se van apretando unos contra otros aplanando cada camada de higos hasta completar estos recipientes llenos de dulzor y energía.

Hay que tener en cuenta que a las higueras no les hace falta el riego ni el abono. Y es en octubre o en noviembre cuando se les despunta para que con este proceso no se le ocurra echar muchas hojas ni tampoco muchas puntas y de este modo pueda poner toda la fuerza del árbol sobre el higo.

Las manos amorosas de quien los apañó, los pusieron a secar sobre el suelo e intentar protegerlos a su vez de la picadura de alguna mosca glotona y no invitada, al final, los colocaron en una pequeña cajita envuelta finamente en papel de seda blanco para mi disfrute. Esas han sido las mismas manos que me los enviaron. Sabiendo de mi gusto personal por lo natural, lo auténtico y por cualquier producto que nos regala la naturaleza. Ella, mi amiga la del Hierro, supo con su sexto sentido,  su atinada elección y su sensibilidad llenarme el alma y llegarme al corazón. Todavía tengo el dulzor entre mis labios.


                                                                                              Foto Tanci





viernes, 4 de noviembre de 2016

Naturaleza cercana


                                                                                                                                               Foto Tanci





¡ Y qué más da !
si llueve, hace sol
o está revuelta la mar.
 
Espero al fin de semana
para intentar desconectar.
 
Descubrir un madroño
entre el matorral
  alguno de sus frutos
alcanzar a probar.
 
Comerme un higo pico
que no es cuestión de desperdiciar.
 
Caminar en medio de rocas
o de algún pedregal.
 
Encontrar una col protegida
entre el picón del volcán.
 
Pedir prestadas sus hojas 
 para un puchero
poder saborear.
 
¿Qué si persigo lo natural?
 
Es la manera que tengo
de mi espíritu  aderezar
recargando la batería
en un contacto real.
 
¡Vivir la naturaleza
a tiempo total!.