martes, 22 de mayo de 2012

Andrea y el caldero




Había una vez una niña pequeña que vivía en una pequeña casita de campo con sus padres. Esta casita estaba en medio de un bosque en donde los árboles eran muy altos y muy frondosos.
Andrea, que así se llamaba la niña, veía asomar una gran torre a través de los árboles que estaban en lo alto de una colina. Cada vez que le preguntaba a su madre sobre quién vivía allí, en aquella torre, ésta le contestaba: “ Lo que ves es sólo una torre de un gran castillo que, además, tiene más torres y muchas, muchas habitaciones”.
Andrea soñaba con visitar algún día ese castillo y descubrir cómo eran por dentro esas habitaciones.



Un día llegó una paloma hasta la granja en dónde vivía Andrea con sus padres, y al preguntarle de donde venía, la paloma le contestó que había sido enviada por el rey del castillo para observar a todos sus súbditos.

Andrea le dijo a la paloma que ella quería conocer al rey. Así fue como la paloma volvió a contarle al rey que había una niña muy lista y muy inteligente que quería visitar su castillo y conocer al rey. Meses más tarde volvió la paloma a la casita de campo en donde vivía Andrea y le dijo que el rey aceptaría recibirla siempre y cuando le llevara un regalo; el que ella más quisiera. Andrea se quedó pensando un buen rato, y de todos los animalitos que estaban en la casa no podía desprenderse de ninguno.


Los cerditos se encargaban de comerse la comida que sobraba de los demás. Ellos hacían de reciclaje en la granja, y, además, nunca les importaba, ya que eran manjares exclusivos.
La oveja daba lana para el invierno y leche y queso para todos los días.


La gallina ponía huevos, y el gallo hacía que la gallina tuviera más pollitos para seguir teniendo más gallinas y más huevos.



Andrea también tenía un pájaro, un gran pájaro verde que le había regalado un forastero que venía de tierras muy lejanas y que una vez había pasado por allí. El forastero le había pedido agua y Andrea se la había dado. El gran pájaro no reciclaba, ni daba leche o lana, ni huevos, pero era la principal compañía de Andrea, que no tenía hermanos ni amigos para jugar, porque su casa estaba muy aislada.

¿Qué podía regalarle Andrea al rey que pedía un regalo de ofrenda para cuando lo fuera a visitar? En realidad tenía muy pocas cosas que ofrecerle… pero le vino una idea ¡le llevaría un caldero!

¡Si, un caldero!. Cuando la paloma volvió para interesarse, le preguntó a Andrea: ¿un caldero? ¿ para qué quiere el rey un caldero?

-Andrea le contestó: “es que el caldero que tiene mi madre es único, es de cobre y es mágico”

¿Mágico? ¿Un caldero mágico?- No sabía que existieran calderos mágicos- Dijo la paloma intrigada-

-“Sí, es mágico y todas las familias podrían tener uno igual si quisieran…” -A ver, a ver ¿cómo es eso del caldero mágico?- preguntó la paloma-.

“Pues el caldero mágico que tenemos en casa siempre tiene el fuego encendido y no hace falta talar los árboles para gastar la madera. Siempre da calor y nunca se apaga. Y además, ese caldero siempre está lleno”.

-¿Un caldero que no se apaga nunca y que no necesita leña de los árboles para que esté siempre encendido? ¡qué raro! y... ¿lleno de qué?- volvió a preguntar la paloma-




“Lleno de todo lo que tú quieras poner. Por ejemplo, en mi casa, mi madre dice: -cuando no quieras algo ponlo en el caldero que con su llama se fundirá- Pero además, es que es tan mágico y tiene tantos poderes que cuando pidas algo con toda tu fuerza sólo tienes que asomarte a él, agarrarlo por las asas, y enseguida, en el fondo, se vislumbra lo que has pedido. Pero hay que tener mucho cuidado, pues el caldero no concede lo que no se pide de verdad con el corazón y con cariño. Y si tú pides algo que no te hace falta, el caldero se apagará en un periquete”.

“Bueno…” - dijo la paloma-, “visto de esa manera, es posible que al rey le guste tener un caldero así. Siendo que es un rey, necesitará ayudar mucho a sus súbditos, y luego tendrá que poner en el caldero lo que no le sirva. Pues entonces te mandará una barca para que puedas cruzar el río, después atravesarás el bosque y por último llegarás al castillo"
-"No te preocupes, te acompañaré en todo el trayecto" le dijo la paloma tranquilizando a Andrea.-

Y así lo hicieron. Llegaron al castillo, las puertas fueron abiertas y Andrea atravesó todo el pasillo con su caldero, que siempre estaba encendido, que no quemaba, pero daba lumbre, luz y concedía deseos a todo aquel que lo supiera usar. El rey la recibió con honores y Andrea le dio su regalo y le explicó por qué era mágico el caldero. El rey se puso muy contento y le agradeció mucho a Andrea ese extraordinario regalo, y le prometió que siempre lo usaría para hacer el bien a sus súbditos. Pero después se quedó pensativo y, con pena, le dijo a Andrea: “A partir de ahora te quedarás sin tu caldero mágico, por eso te propongo que lo uses una vez más antes de volver a tu casa y que pidas lo que más quieras”. Andrea se quedó pensando, se asomó al caldero mágico y dijo: “Mi único amigo es mi pájaro verde. A veces, cuando estoy sola, me pongo a hablar con él y le cuento mis cosas, pero no sé si me oye. Me gustaría que me contestara”.



Y en efecto, a partir de ese día, esos grandes pájaros exóticos llamados loros, hablan y repiten lo que oyen gracias a la petición de Andrea. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.





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Las fotos que acompañan a esta entrada fueron tomadas del pavimento de la "Casa do Alentejo" en Lisboa(Portugal). La última foto, correspondiente al azulejo del loro, ha sido sacada de Internet.

Este cuento está dedicado especialmente a Andrea por su cumpleaños. También para Jueves, su madre se lo leerá siempre y cuando lo considere.


lunes, 14 de mayo de 2012

La escoba y el bienestar






D. Juan Sánchez, “Juanito el palomero” para familiares y amigos, llegó a Las Palmas capital, desde  Artenara,  con ocho años. Sus abuelos ya vivían allí, habiendo comprado una casita en el barrio de San Antonio, cercano al Obelisco. Los abuelos de Juanito habían formado una pequeña empresa familiar de pastas y fideos. Un camión de color amarillo cubría el trayecto del reparto por toda la capital y barrios de la periferia. Por fuera, y en los laterales del camión de color amarillo, se leía el slogan en letras negras que lo hacía más visible todavía; “Fideos Semidán. Sin acidez, ni ardor”

Por su parte,  la familia  de Doña María Antonia Ramírez, más conocida como Maruca, famosa por sus espléndidas manos en la confección de gorras y sombreros, había venido de Arucas yendo a dar al mismo barrio en donde vivía Juanito. Ambos estaban predestinados  a encontrarse. Con el tiempo,  formaron familia. De esa unión tuvieron cinco hijas y un hijo. La mayor de sus cinco hijas, Felipa, recuerda los veranos de Artenara, lugar de donde procedía su familia paterna y al que iba a pasar los meses de estío con sus tías y abuelos. Veranos calurosos y tardes frescas en los que las noches se arropaban al compás de un inmenso coro de grillos y cigarras, abriéndose eco entre barrancos y laderas.

Artenara, pueblo enclavado en la zona central de Gran Canaria, es famoso por sus casas-cuevas enjalbegadas y, algunas de ellas, excavadas en la  tosca roja; conformando en una suerte de paisaje pintoresco y variopinto, similar al de un portal de Belén. Hoy en día, muchas de estas cuevas habitación han sido rescatadas y rehabilitadas para ofrecer un armónico disfrute y relax vacacional, siendo la experiencia, para el que la ha vivido, un lujo para los sentidos, para el ánimo y la paz interior en la que tener una sana y saludable experiencia de vida.





Estas casas-cuevas forman  una simbiosis entre  una  ancestral  unión de la naturaleza y el entorno en donde están enclavadas, por un lado y, un actualizado y moderno equipamiento interior y exterior en el que no falta de nada, por el otro.

 Habitarlas, te da la sensación de emerger de las entrañas de la tierra, pero haciendo uso de todos los lujos habidos y por haber…Diríase que estando en las entrañas de la tierra trasciendes lo cercano y humano y conectas con lo lejano y divino.

Haciendo estas reflexiones, a Felipa, la mayor de las cinco hermanas habidas en el matrimonio de Juanito y Maruca, y criada en la capital, le produjo una sensación inusual de recuerdos y afectos retrospectivos el tener entre las manos una humilde escoba hecha con hojas de palma  que, por casualidad y lejos de la capital, tuvo la ocasión de usar uno de esos días en los que, lejos de la rutina, absorbes todos los matices de cualquier experiencia por simple que sea, y te sorprendes con ellos.

La humilde escoba le trajo recuerdos de su infancia, allá en Artenara, donde las cuevas se convierten en viviendas, dando paso a una saludable y benefactora cotidianeidad; donde el tiempo se ve pasar lento, pausado, sin agobios;  sentada al atardecer en la  entrada de cualquiera de estas cuevas, y donde  la lejanía y la altura del lugar ofrecen el justo barómetro de la autenticidad de las cosas sencillas.

Y con ese salto de la rutina, y después de muchos años sin haberla tenido entre sus manos, manejó  la escoba hábilmente, formando pequeños montones de hojas, ramitas y tierrecillas esmeradamente colocados en cercanos rincones.





Uno aquí, otro acá y otro acullá… tal y como Maruca, su madre, le enseñara en su infancia. Le tentó la risa cuando la vio colocada en la esquina del viejo cuarto de aperos de labranza: empinada, con sus palmas sobre el suelo y el cabo apoyado en la pared. Esperaba, tal vez, un escobillón algo más moderno, o una  aspiradora de las de ahora… o un auténtico robot de limpieza de última generación. Algo proveniente de un mundo más renovado y cercano al de la ciudad de donde Felipa provenía.

Pero aquella escoba cumplía su misión, aun arrinconada en aquel cuarto de aperos. La misión de adecentar patios, empedrados y pequeños caminos o parterres entre la arboleda y que, incomprensiblemente, habían sucumbido a la loseta o al gres o al piche, no así  a la  madera y a la piedra.

 Las largas y finas hojas de palma formaban un auténtico ramillete apretado como si de una falda plisada se tratara. Todas ellas, prensadas y unidas alrededor de uno de los extremos de  la larga y cilíndrica caña que hacía de empuñadura, dieron cuenta del trabajo rutinario y cotidiano del barrer, dejando lustrosos los patios y empedrados. Felipa no salía de su gozo, como así de su asombro. Pensaba que esos útiles habían caído en desuso y en el olvido. Con una escoba entre las manos le parecía a ella estar danzando el más dulce y dinámico vals que jamás hubiera bailado. Y es que ya se sabe: en el campo, que no en la ciudad, una buena escoba, además de práctica y eficaz, nos puede propiciar un buen momento de desconexión, de relax y felicidad. De vez en cuando ponga una escoba en sus manos. Probablemente, y sin proponérselo, verá la vida con otro ánimo.
VientoDeLaIsla by Mestisay on Grooveshark Protected by Copyscape DMCA Copyright Protection Tanto el dibujo como las fotos de esta entrada han sido realizados por Tanci