lunes, 30 de noviembre de 2009

Arrastrar los cacharros






El ruido del mazo se oía, machaconamente, caer sobre el picadero de madera que utilizaba el abuelo cada vez que tenía que aplastar las varas verdes y flexibles recogidas al lado de la fuente de la Zarza. Eran duras y algo correosas, pero lo suficientemente fuertes como para ser utilizadas en ciertas tareas agrícolas. Al lado, un buen brazado de juncos esperaban, en el suelo, a ser sacrificados de uno en uno para pasar a mejor vida en las faenas del campo. Largas varas de juncos iban siendo machacadas para posteriormente tenderlas al sol, de tal manera que estando curtidas fueran mejor utilizadas para atar la viña. La viña, palabra mayor en el vocabulario del abuelo. Había que cavarla primero, luego regarla, posteriormente limpiarla, después despampanarla, azufrarla y cuidarla hasta la vendimia. Más tarde el caldo delicioso. Sus curtidas manos se afanaban en todas estas tareas día a día y año tras año.
Era un recurso de reciclaje o aprovechamiento sano de materias naturales y que, cercanas a las casas, podían utilizarse con el consiguiente ahorro de dinero.
Cada vez que el abuelo cogía el mazo, el nieto estaba a su lado no perdiendo ningún movimiento de ese quehacer que era indispensable para las labores agrícolas.
Una vez terminada la tarea, el nieto cogía el mazo cilíndrico por el mango e imitaba los sonoros golpes sobre el mismo picadero de madera que su abuelo usara a diario. Pam, pam, pam… así una y otra vez hasta pretender iniciarse en un trabajo de adulto que, probablemente, no ejercería de mayor.

Salió el abuelo del pajar y se dirigió hacia la pared de piedra viva que dividía la casa de la huerta y, de la que colgaban varias latas de colores desteñidas por el sol. Algunas de estas latas, cortadas por la mitad, eran aprovechadas por la abuela para plantar geranios, clavellinas, mimos o helechos… La miró regocijado y, a hurtadillas y esperando no ser descubierto, tomó entre sus manos una media lata de aceite ferrugienta y que portaba una mata de clavellina roja. La volteó y separó la planta del envase dejando éste sin la tierra y sin la planta, para posteriormente trasplantarla en la otra lata contigua. Sacudió el cacharro contra unas piedras y lo despojó de restos dejándolo libre de tierra o raíces. Se dirigió, sin que fuera pillado por la abuela, hacia la cocina vieja en dónde solía acumularse algunos trastos inservibles y en dónde se almacenaban algunos aperos de labranza. Y de entre unos tablones sacó una bacinilla vieja, picada y estropeada con desconchones en los bordes.

Probablemente esperaba el mismo fin que cada uno de los cacharros que estaban espetados en la pared y que portaban plantas y flores a modo de adorno. Al lado, y debajo de unos viejos maderos de tea, había un estropeado caldero de aluminio que, de tanto uso, estaba golpeado por varias partes además de un notable agujero que se dejaba translucir en el fondo.
El abuelo cogió la media lata ferrugienta, la bacinilla esmaltada, el viejo caldero golpeado por multitud de costados y las dos latas de sardinas que ese mismo día hubieran consumido en el almuerzo. Tomó una larga soga de junco aplastado con anterioridad entre sus manos y, comenzó a ensartar estos objetos inservibles que habían sido arrinconados y guardados por la abuela con la intención de darles un uso posterior.
El nieto lo miraba con asombro iluminando su pequeña y pálida cara. Pensaba que su abuelo, tal vez, iniciaría algún juego malabar con aquellos objetos unidos por un cordel.
Pensaba en alguna magia que le asombraría y que daría paso a una excitación propia de los espíritus puros. Al momento de tenerlos atados y bien atados, tiró de un extremo del cordel arrastrando la sarta de cacharros que estaban en el suelo, de tal manera que, el estruendo se dejó sentir en el patio de la casa labriega llegando hasta las casas cercanas.
El espíritu lúdico del abuelo contagió inmediatamente al nieto arrebatándole de sus manos aquel improvisado y momentáneo “juego” que, más que un juego, se había ido convirtiendo en una arraigada costumbre ancestral por los pagos del Valle de la Orotava.
El pequeño empezaba a descubrir, a protagonizar y a perpetuar la antigua costumbre de “arrastrar los cacharros”. De ahí al festejo, a la alegría y al placer de romper las normas, ahuyentando al silencio y  convirtiéndolo en estruendo, en juego, en algarabía y en fiesta popular cada año por San Andrés.










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lunes, 23 de noviembre de 2009

Lluvia entrecortada



                                                                                        Foto (Tanci)

Se dejó caer en el sillón como antaño hacía, mecánicamente y con la mirada perdida como queriéndola alongar atravesando la ventana.

La tarde se había roto por electrizantes rayos, robustecidos por sonoros truenos que irrumpían sin permiso en su alcoba, para dar paso a la lluvia ensombrecedora. Caía ácida, amarga, como el llanto entrecortado de quien teniendo henchida su alma, lucha a diario por no descubrirla, pero con la necesidad imperiosa de comunicarla y, a su vez, entregarla.
Buscaba una respuesta, tal vez, la perfecta idea de su liberación interior. Buscaba una energía revitalizante y, al mismo tiempo, que fuera desenmascaradora de enigmas encubiertos, prestos a revelar. Quizás lo que buscaba, fuera, sin proponérselo, una identificación personal; una comprensión urgente, atiborrada de tristes dudas trastocadas por un largo y aprehendido código ético y moral. No pudo desembarazarse de él. A pesar de  su facultad de razonar y de su verbo, tan hilado y medido, no lo logró.
Pero le bastó su emoción, aunque nunca había sido transparentada como tampoco comunicada. Sin embargo, en aquella tarde de lluvia copiosa, se tornó más cercana en la medida en que encarnó ese sentir  humano, casi divino que es la calidez. Acompañada también de una bondad que nunca le hubiera atribuído.
No hubo discordia. Ninguna confrontación. Y la palabra más elocuente fue dejando paso, poco a poco, a una identificación de benevolencia más allá de lo que hubiera esperado. Alguna vez quizás, imaginado.
Aquel poder magnético, conjuntamente con su acostumbrada y enigmática fuerza interior, creó una energía infinita y espiritual no cuantificable. ¿Cómo cuantificar los afectos que salen del corazón? ¿Cuál es la medida utilizada para pesar y medir lo que espontáneamente sale de su interior?.
Tal vez, el único y verdadero paso para un mayor descubrimiento del otro, sea el de dar un paso hacia adelante y, de ahí hasta la estima no hay más que un liviano paso.
Anclada en el sillón de antaño se desbordó, tal era el cúmulo de pensamientos atrincherados en su cerebro, magullados durante mucho tiempo y dados a formar una guerra quebradiza. Por un momento supo que entre su sentir y el sentir de la muchacha de la abierta mirada había un equilibrio vibracional de alta frecuencia. Difícil de explicar; empero, cercano y fácil de percibir.
Con una mezcla de sensibilidades encontradas, la miró fijamente, mucho más de lo acostumbrado. Hubo un cierto cruce de cotidianidades inesperadas. Y en aquel momento de mayor intensidad emotiva, reveló un atributo que también se manifestaba a través de su profunda mirada. Tierna, directa, fascinante... viniendo de algo tan elemental y simple como es la sinceridad desentrañada.
Se las arregló para no manifestar un brote de lágrimas que  asomaba a sus pupilas y que, sobrepasándola y cogiéndola de imprevisto, por milésimas de segundos, pedían salir fuera; al igual que lo hiciera, al unísono, aquella  tarde de lluvia torrencial y de truenos.
Salió de su alcoba disimuladamente, pretendiendo no ser descubierta, para volver a aparecer portando un vaso de agua y un tisú como disculpa...
Pero siendo que una traviesa y furtiva lágrima quedara atrapada y, a su vez, enredada en una de sus encrespadas y negras pestañas, sin tan siquiera saberlo. Y más todavía, no siendo consciente de que esa revoltosa y juguetona lágrima la delatara  sin proponérselo; fue entonces cuando le descubrió  su lado más humano y tierno; desvelándole una  bella parte de sus sentimientos y, lo mejor; su inevitable  honestidad.


                                                                                      Foto  (Ana Suárez)





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lunes, 16 de noviembre de 2009

Breve instante

Agarró la vara de color canelo claro entre sus manos y, como si de un amuleto se tratara, la llevó aferrada  durante el camino hasta su destino; su hogar.
Era dura al tacto, algo áspera y enrollada dentro de sí misma en dos firmes canalones y en forma longitudinal. Por un momento pareciera que tuviera entre sus manos una fina y ligera vara  para dar azotes, de aquellas que se empleaban con asiduidad en las escuelas de los años de la posguerra o de la dictadura. También se le asemejó a la que se utiliza en momentos puntuales para adiestrar a los canes en la adquisición de obediencia y normas, necesarias para la convivencia con sus amos y para la consecución de ciertas habilidades perrunas.
Deslizó su mano izquierda a lo largo de todo el palo, pretendiendo hallar alguna robustez o protuberancia en la que sus dedos pudieran tropezar, mientras que la derecha lo sostenía con seguridad.
Se ayudó con la otra mano, con la izquierda, a dirigir aquella vara de color  canelo claro hacia su respingona nariz al tiempo que comprobaba si su afinado sentido del olfato había perdido facultades por el momento. Y pensó por un breve instante..."lo tengo algo adormecido". Mas, éste, junto con el sentido del tacto y del gusto  habían sido los sentidos que más había desarrollado a lo largo de su existencia. Sin embargo, apenas  percibía nada... excepto un leve, apagado y dulce, pero no reconocible olor.
Una vez en casa, tomó las pinzas grises metalizadas de cascar nueces y empezó a romper la  estrecha rama en pequeños trocitos, haciéndole saltar astillas de distintos tamaños, pasando a  depositarlos sobre el hule de color amarillo claro decorado con motivos florales y que cubría su mesa. Uno, dos, tres... y así hasta treinta y un pequeños pedazos que hubo de colocar en un pequeño botito de cristal cubierto por una tapa de metal pintada.
Por esta vez,  y ante el contacto de la rotura de aquellos pequeños fragmentos, sus manos quedaron impregnadas del aroma tan peculiar que portaba la vara que sostenía entre sus dedos juguetones. Aparentemente simple, no llamativa más que por su longitud y apenas curvada en uno de sus extremos.
A continuación, dispuso su café con el ritual diario que requiere una buena y rutinaria costumbre de sobremesa, sabiendo que estos rituales, lejos de perjudicarle, le hacían la vida más disciplinada, más ordenada, viva y más efectiva. Olerlo, revolverlo, ver como el hilillo de humo  pretendía alcanzar una altura que no le pertenecía... y, por último, llevarlo hasta sus labios para paladearlo y, al fin, tomarlo. Todo este ceremonial le ofreció, en aquel preciso y puntual momento, una tranquilidad que durante años había venido buscando; no sin antes haber introducido dentro del brebaje matutino una de aquellas pequeñas lascas que previamente había troceado. El olor del café y la lasca recién introducida fue la fragancia perfecta para un paladar exquisito y,  en el que, las delicadas sensaciones irradiaban más allá de todos sus sentidos.
La fina lasca de canela en rama junto con el café, ayudó a que su paladar, en común unión con sus papilas gustativas, festejaran un notable encuentro de sabores, gustos y placeres. Y ella, con esa fiesta de sensaciones, además de la calma que le producía esa ancestral costumbre, lejos de sentirse estimulada por tan soberano elixir, pasó a serenarse por breves  momentos. Y  fue, en ese fugaz e íntimo instante, un poquito más feliz. Tal y como, alguien, en alguna ocasión, le vaticinara.




                                                     
                                                    Foto (Tanci)





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viernes, 6 de noviembre de 2009

Intensa transparencia

Entregada a la luz más directa y, a la vez , recogida desde no sé bien qué recónditos lugares, pude apreciar sus penetrantes ojos desde abajo. Desde el suelo raso.
Había transparencia y claridad en su mirada nada más abrir la puerta. Y me bastó descorrer las cortinas para que sus oscuras e intensas pupilas, casi negras como el azabache, se clavaran en mi. Por esta vez la miré directa a la cara; firme y con la resistencia de quien hubiera construído cierta fortaleza a través de los años, llenos de vicisitudes..., afrontando con entereza un inequívoco aturullamiento inocente y perenne en mi interior, evidenciado por un cierto aire de incomodidad e intimidación.



Y esa notable energía me comunicó un regocijo conjuntamente con una alegría intensa, como cuando dos amigos chocan sus manos en un firme y sincero apretón, lejos de dobleces pero lleno de sensaciones táctiles, de aterciopelada fibra, de transmitida dulzura y de explosivo vigor.
La muchacha de la abierta mirada se me presentó hoy, tal vez, más juguetona y más febril que siempre. Desenvuelta más que nunca y con un entusiamo arrebatador. 


Por más que desee rehuir su mirada, siento que me traspasa, que me penetra espectante, como adivinante al mejor estilo del Mago de Hoz. Debe ser que, una cierta magia envolvía por  momentos ese único instante,  traspasando el albor de un nuevo descubrimiento no mentado. Nada dijo..., nada dije.
Nada se intercambió más que directas y empáticas miradas como sacadas de un profundo  lenguaje intuitivo y ancestral. Muy poco practicado en la actualidad.


Mi cara, un libro abierto; la suya, un esbozo de pensamiento, un acertijo de mil colores ordenados y encadenados en fascinantes explosiones  de mágicas y  probadas interpretaciones.



Me apresa su etérea figura danzarina; hora aquí, hora allá. Hora allá arriba como erguida sobre las colinas, "empericosada" en una altura que le corresponde por hechura, por visión y por creación.



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